Sentada en su silla antes de dar la clase, exageradamente estirada, parecía que de tanto alargar el cuello su cabeza saldría disparada de su cuerpo, como si de un tapón de corcho en una botella de champán se tratase.
Miraba a sus alumnos prepotente, como si fuese una condesa venida a menos, obligada por las circunstancias de la vida a dar clase en aquella escuela.
Nadie la había visto sonreír nunca, nadie disfrutaba de sus clases, y si no fuese por su eterna cara de amargura hubiese jurado que aquello le hacía feliz.
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